sábado, 2 de noviembre de 2019

Cuento del día de difuntos

 Hoy se celebra el día de Todos los Santos. Día en que los vivos tenemos por costumbre visitar a los muertos y esta noche en la que, según dicen, los muertos visitan a los vivos, se me antoja la más propicia para contaros una historia que pasó no hace mucho tiempo y que nunca he compartido con nadie...

 La historia comienza tal noche como la de hoy hace algunos años, no demasiados.

 Llegué a casa alrededor de las 3 de la madrugada, me metí enseguida en cama, antes de quedarme dormida cogí el móvil y repasé las fotos que habíamos estado sacando en las últimas horas. 

 Como teníamos costumbre desde hacía más de una década, esa noche sobre las 12 hacíamos una visita a un cementerio y colocábamos unas flores en la tumba más abandonada, no de moradores, sino de calor humano que descubríamos, hacíamos unas fotos del grupo y alé!! a seguir de fiesta o para casa, según terciase la noche… un poco macabro quizás, pero seguíamos la tradición q comenzamos en una adolescencia tardía que ya nos permitía volver a casa después de las 12.

 Raimundo Gálvez Trujillo. 1878 – 1942, rezaba este año en una lápida de la que nadie parecía haberse acordado desde hacía mucho tiempo; reunía todos nuestros requisitos, desolada, abandonada y aparentemente sin signo alguno de lazos con nadie que siguiese en el mundo de los vivos.

 Allí dejamos nuestras flores, unos enormes crisantemos amarillos, envueltos en celofán transparente que yo misma había comprado aquella tarde. Nos hicimos en su tumba las fotos de rigor y seguimos nuestra verbena particular con un par de copas en nuestro bar de cabecera. Después fin de la reunión y cada uno para su casa. Y yo inmediatamente para cama.

 Pasé foto tras foto una y otra vez. En cada una las flores cambiaban de manos y de lugar; el ramo tapaba casi por completo al portador de turno, para adelante para atrás, más de 20 fotos aquí y allá esta con la tumba de fondo y aquella con la tumba en primer plano...notaba como me vencía el sueño y q los párpados se me cerraban pero seguí hipnotizada por el móvil y la galería de fotos, una y otra vez, cuando de pronto note que el móvil me caía de las manos . Me reincorpore de golpe, a tiempo de que no me cayese al suelo y al fijarme de nuevo en las fotos, en un instante fugaz me pareció ver a Quique, uno de nosotros, amigo desde el instituto y que había muerto hacia 3 años por culpa de la velocidad, y de una moto, y de una tarde de lluvia. Me pareció verlo allí, de repente, entre nosotros, incluso juraría que lo vi detrás del ramo de crisantemos, con la sonrisa iluminándole la cara, e iluminándonos a todos...

 Me despejé de golpe, me senté en la cama, y pulsé con fuerza la tecla de atrás de mi móvil, repasé todas las fotos, pero claro, como es natural, ni rastro de esa imagen que yo ya no era capaz de quitarme de la cabeza.

 A partir de aquí, una noche de un sueño ligero y nervioso, plagado de sueños extraños y de despertares que la relatividad del tiempo hacia que me pareciesen noches enteras, pero q no eran ni siquiera horas. Sería la culpa, pensé, desde su entierro había desterrado a Quique de mis pensamientos, para no sufrir no pensaba ni recordaba, sin embargo, precisamente hoy no era capaz de conciliar un sueño profundo y azul oscuro.

 Pasó al fin la noche, me levante cansada, con la sensación de haber salido de una noche de fiebre, sana pero débil y agotada. Esperé a que fuese una hora decente y llamé a mi hermana para que me acompañase al cementerio donde Quique estaba enterrado, se trataba de una localidad cercana y mi hermana rehusó mi oferta por mucho q yo le expliqué y le rogué. En vista de que no iba a tener éxito con mi invitación decidí ir hasta allí yo sola. Llegué al cementerio cerca de la hora de comer, cuando el goteo continuo de gente, propio de esos días, había cesado y el visiteo tradicional llegaba a su fin. Deposité unas rosas encima de su lápida. Y allí. En el suelo. Entre un tumulto de ramos de flores. Los vi. Como dejados olvidados, sin jarrón, sin agua, sin más adorno que su papel de celofán. Allí estaban un ramo de enormes crisantemos amarillos, como no vi otros en todo ese cementerio. Exactamente iguales a los que yo había comprado la tarde anterior y que entre risas habíamos colocado en la tumba de Ramiro Gálvez hacia apenas unas horas.